Quizás se hayan vuelto más sofisticados, y algunos hasta te digan de cuantas semanas estás y te den la enhorabuena o el pésame según se tercie, pero quien crea que el método para detectar un embarazo es un invento novedoso de las últimas décadas se equivoca por completo.
La primera prueba de embarazo fue descrita por los egipcios en el Papiro de Berlín (datado en 1300 A.C.). La supuesta embarazada debía orinar sobre un puñado de semillas de trigo y otro de cebada. Si la cebada germinaba, era un niño. Si crecía el trigo, se trataba de una niña. Por bizarro que parezca, este método funciona en un 70 % de los casos, aunque no predice el sexo del feto. Hipócrates y el resto de escuelas médicas helénicas siguieron esas pruebas con algunas leves modificaciones.
Todos estos estudios se perdieron en parte durante la Edad Media, donde la medicina de los cuatro humores era la norma, de manera que la principal prueba para diagnosticar un embarazo se convirtió en la observación de la orina, sobre todo del color, por lo que algunos médicos (o físicos, que era el nombre que recibían los médicos medievales) eran llamados "profetas de la orina". Aunque la mayoría de las embarazadas, sin acceso a un médico, consultaban a curanderas o ancianas, dando lugar a teorías variopintas sobre la concepción. Y así se siguió durante siglos, observando la orina, añadiéndole alcoholes para ver si cambiaba de color y dando de comer a las embarazadas todo tipo de alimentos para ver si vomitaban.
Hasta que el fisiólogo Ernest Starling descubrió unas ciertas secreciones internas originadas en las vísceras animales, a las que bautizó como hormonas. Y ya sabiendo que estas hormonas podían encontrarse en los fluidos corporales, incluida la orina, se empezó a experimentar con animales. Los primeros tests de embarazo del siglo XX consistían en inyectar orina en ratas y conejas no maduras sexualmente, para sacrificarlas al cabo de unos días y analizar los ovarios, que en caso de embarazo, aumentaban de tamaño. Esta técnica se refinó en 1939, de la mano de Lancelor Hogben, con la popular prueba de la rana, que estuvo vigente hasta finales de los 60. La inyección de orina de embarazada en una rana hembra provoca que esta ponga huevos en 24 horas o que el macho eyacule en menos de tres horas, sin necesidad de matarlos.
Tanto la prueba del trigo, como la de los conejos y las ranas tienen algo en común con los tests que utilizamos hoy en día, la detección de la gonadotropina coriónica humana (hCG), que es una hormona producida por los tejidos del embrión implantado en el útero a partir del 6º día y por la placenta después, y que se expulsa por la orina de la embarazada. La hCG es capaz de inducir la ovulación y la maduración sexual en los animales, puesto que tiene una estructura muy similar a otras hormonas encargadas de la reproducción (la FSH y la LH).
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