Los primeros casos de síndrome de realimentación se observaron entre los prisioneros de los campos de refugiados japoneses de la Segunda Guerra Mundial. Cuando los soldados aliados empezaron a darles comida, muchos enfermaron y murieron en pocos días. La intención era buena, pero los resultados fueron catastróficos.
El síndrome de realimentación se desarrolla en personas que, después de un periodo de malnutrición, reciben un apoyo nutricional inadecuado, sobre todo con los enfermos que están por debajo del 80% de su peso ideal y aquellos que han tenido un bajo aporte en más de 5 días. Pueden verse afectados todos los órganos del cuerpo y puede aparecer tanto si el soporte nutricional es oral como intravenoso.
El glucógeno, nuestra manera de almacenar glucosa en el cuerpo, es la principal fuente de energía en las primeras 24-72 horas de ayuno. Cuando este se agota, el cuerpo empieza a gastar proteínas para obtener la energía y posteriormente emplea grasas. Los enfermos malnutridos también sufren deficiencias por electrolitos y vitaminas; los depósitos intracelulares de potasio, magnesio y fosfatos se reducen, tanto por la falta de aporte oral como por la falta de producción de insulina. La insulina, además de ser la encargada de almacenar la glucosa en el hígado y el músculo para que sean utilizados debidamente, también favorece la entrada de potasio dentro de las células. Así que si no hay ingesta de glucosa, no hay insulina en sangre. Aun así, las concentraciones de iones en sangre se mantienen dentro del rango normal, ya que el equilibrio de nuestro organismo se basa fundamentalmente en que los valores en sangre sean los adecuados, aun a expensas de las concentraciones dentro de las células.
Cuando damos de comer a una persona en esta situación, la reintroducción de azúcares en su dieta eleva la secreción de insulina; y esta a su vez promueve que el potasio, y el magnesio, vuelvan a introducirse dentro de las células. Además, la elevación de insulina le indica al cuerpo que su principal fuente de energía vuelve a ser la glucosa y que puede volver a crear proteínas en lugar de destruirlas. Este cambio brusco hacia la producción de proteínas requiere grandes cantidades de fostato por parte de las células, ya que el fosfato es un cofactor importante para el funcionamiento de muchas enzimas. En conclusión, nos encontramos con que los depósitos intracelulares se han llenado a expensas de las concentraciones de plasma.
El problema reside en que estas cantidades de fosfato, que se han desplazado para crear proteínas, son las que deberían estar destinadas a trabajar en la cadena respiratoria celular, ya que es una parte esencial del ATP (adenosina trifosfato, nuestra moneda energética, que contiene tres grupos fosfato), o para crear 2,3-difosfoglicerato, que es una molécula fundamental para que el oxígeno se libere de la hemoglobina en su paso por los diferentes tejidos. Y como estos dos ejemplos, hay muchos otros de procesos esenciales que se ven desplazados por el uso de fosfato para la fabricación de nueva proteína. Respecto a los bajos niveles de potasio y magnesio que se generan en plasma, basta con decir que las alteraciones de los potenciales transmembrana celulares son capaces de alterar el funcionamiento de las mismas, como ocurre con el corazón, las neuronas y los músculos.
En resumen, en el síndrome de realimentación podemos encontrar arritmias cardíacas, alteraciones neurológicas, alteraciones de la motilidad intestinal y del músculo esquelético y problemas de filtrado renal. La única manera de evitar esta catástrofe metabólica es iniciar la realimentación muy lentamente, monitorizando y aportando electrolitos junto con los nutrientes desde el primer momento del tratamiento.
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